TODOS LOS SANTOS

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TODOS LOS SANTOS

Aquella fría tarde del día de Todos los Santos el cielo estaba tan limpio y despejado que en el crepúsculo ya se encendían los primeros luceros. Me quedé absorto contemplando cómo el último resplandor del sol se perdía en lontananza y el azul noche del cielo se volvía cada vez más oscuro y se salpicaba de miles de estrellas.


Pensaba, en ese día tan señalado, en los que se habían ido de este mundo y Dios los había acogido en alguna de esas muchas estancias que nos tiene preparadas allá arriba. Y había tantas, tantas estrellas en ese cielo tan pulcro que no pude evitar sonreír y entender que es imposible contarlas porque son infinitas.


Los santos son como esas estrellas que vemos en el firmamento. A muchas sabemos ponerles nombre, quizás por su mayor brillo, por resplandecer las primeras, por señalarnos el norte..... Ahí están Francisco, José, Teresa entre otros muchos que pueblan retablos y capillas. Otras son grandes desconocidas, casi anónimas pero también brillan porque Dios las enciende cada día sin que ellas se lo pidan siquiera. Y ahí están todos los demás....


Pensé en mis abuelos, en otros familiares, en tantos amigos y conocidos que ya se fueron a ese cielo infinito y quizás, por la misericordia de Dios, ya tengan su estrellita con la que seguir dando luz a los que dejaron acá abajo.


Y recé a todos ellos, a los más célebres y también a esos santos descocidos por los hombres pero no por Dios. A todas esas personas que hicieron el bien en esta vida sin estridencias, sin ruido, sin reconocimientos ni recompensas mediáticas. Sencillamente entendí aquella hermosa promesa de Jesús de guardarnos un sitio en la casa de su padre. Me puse en manos de esos santos anónimos que, aunque imperfectos en esta vida, recorrieron en su peregrinar terrenal la senda que les mostró Cristo. La misma senda por la que tantas veces se perdió Pedro, se confundió Pabló, dudo Tomás y tantos tantos santos reconocidos en los altares pero que están en el cielo porque el amor de Cristo así lo quiso.


Es su misericordia infinita la que nos convierte en verdaderos santos. Por nuestros merecimientos nunca llegaríamos a serlos y, desde ese conocimiento humilde de nuestras limitaciones y faltas, ponernos en sus misericordiosas manos para que nos lleven hasta su morada santa. Es decirle como Pedro; Señor, tu lo sabes todo de mi y ya sabes que te quiero.Y así nosotros, pobres mortales pecadores, decirle como el Santo pescador que, a pesar de todo, también lo amamos y ponemos nuestra vida en sus manos.


No importa que sepamos sus nombres, ni sus merecimientos, ni sus faltas. Están junto a Dios y ruegan a Él por nosotros. Todos debemos aspirar a ser santos y, por Cristo, lo seremos algún día. Para eso vino Dios al mundo encarnándose en María; Para que, por medio del amor al prójimo, que es amor hacia Él, merezcamos un lugar entre esas estrellas del cielo y Él nos encienda su luz cada atardecer.


Paco Zurita e Irene Bocarando.

Jerez 52