La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros (Jn 1,14)

ens

La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros (Jn 1,14)

   Hace días, mientras rezaba Laudes, resonaron en mi interior estos versículos del Benedictus: Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz (Lc 1,78-79). Son palabras de bendición y esperanza, que Lucas atribuye a Zacarías; un acto de fe en el Dios que cumple sus promesas. La Iglesia las recuerda cada mañana, porque sabe que la Encarnación de Jesús es fruto de la entrañable misericordia de nuestro Dios, que en Él nos abraza y reconcilia con ternura paterna.

   El nacimiento de Juan Bautista, cuyo nombre significa en hebreo “Dios tiene misericordia”, es interpretado como una intervención misericordiosa de Dios. Su misión será preparar la llegada de la salvación a una humanidad que anda en tinieblas y sobras de muerte; humanidad a la que Dios está dispuesto a perdonar sus pecados (Lc 1, 76-77; Is 40,3).

   El relato cuenta cómo Zacarías, a diferencia de la Madre de Jesús, al principio se ve superado por los acontecimientos. En cambio, María abraza desde el primer instante los planes de Dios y confía en su Palabra. Ella, junto con su esposo José, se presta con todas sus fuerzas a los planes del Dios de la misericordia.

   Inspirándome en un documento interno de mi Congregación, me atrevo a decir que el estilo de vida cristiano recibe de María una impronta peculiar. Ella nos enseña que sin corazón, sin ternura, sin amor, no hay profecía creíble. María alumbró  la Palabra (cf. Lc 1,38), porque antes la concibió en su corazón; proclamó un Magníficat profético (Lc 1, 46-55) porque antes creyó; estuvo junto a la Cruz y en Pentecostés porque fue la tierra buena que acogió la Palabra con un corazón alegre, la hizo fructificar el ciento por uno (cf. Lc 8.8, 15-21) y pidió a los demás que lo hicieran (cf. Jn 2,5) (En Misión Profética 20).                            

   Juan Bautista, al que Jesús tuvo en gran estima (Lc 7,28) y dio a conocer la llegada del Reino (Lc 7, 20-22), es un icono para todos los que intentan facilitar las cosas al Señor. Pero solo Jesús lo acerca a quienes más lo necesitan. La misericordia con la que el Señor trata a las personas que encuentra, es expresión del Espíritu que lleva dentro;  y la señal que manda a Juan Bautista para que descubra su verdadera identidad (Lc 4,18-19; Is 61, 1-2a). Jesús es para nosotros el Buen Pastor (Jn 10,11; Sal 22) que sale a buscarnos cuando andamos descarriados; y pacientemente carga con nosotros, guiando nuestros pasos por el camino de la paz (palabra, esta última, que abarca el conjunto de los bienes mesiánicos que aguardaba el pueblo de Israel).

   La vida de Jesús nos enseña que tener misericordia es abrazar de corazón la miseria del otro  para que se sienta amado. A veces, se producirá el milagro y sale de la situación que le mantiene postrado. En otras ocasiones, seremos nosotros los que nos veamos superados por los acontecimientos y tendremos la tentación de tirar la toalla. De cualquier modo, el que persevera saben que amar, a la manera de Jesús es abrazar la cruz de cada día, una cruz que paradójicamente  es fuente de vida eterna. Por eso, cuando menos te lo esperes, resurge lo que parecía perdido y sientes que Dios lo sostiene con fuerza.  

   La fe es fruto del encuentro personal con Cristo, que viene cada día a nuestro encuentro. Él Señor sabe bien que nos aferramos a todo lo que nos atrae de este mundo, pensando que puede ser fuente de felicidad. Pero no siempre acertamos y una insatisfacción profunda se adueña de nosotros. Jesús nos enseña a elevar la mirada y cimentar nuestra vida sobre el único fundamento posible que es Él mismo. Por ello, no es tan importante saber cómo de firme es nuestra fe, sino que Él cuida de nosotros. Si hemos tenido esta experiencia, comprenderemos que el mejor acto de amor para con el prójimo es dar darle a conocer a Jesucristo.  

   Vivir la Navidad es, sin duda, celebrar que conocemos el amor que Dios nos tiene y creemos en él (1 Jn 4,16).

   Más arriba aludí a San José como compañero inseparable de María. El Papa Francisco ha publicado recientemente una Carta Apostólica que os recomiendo leer. Lleva por título Patris Corde (Corazón de Padre), y la ha escrito con motivo del 150 aniversario de la declaración de San José como patrono de la iglesia universal. El Papa le presenta como alguien cercano a nosotros y que encarna lo mejor de la condición humana. En este contexto, alude a los efectos de la pandemia que nos azota y cita parte de la Meditación en tiempos de pandemia que escuchamos el 27 de marzo de 2020: (…)  «nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— […] Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes, muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos». Todos pueden encontrar en san José —el hombre que pasa desapercibido, el hombre de la presencia diaria, discreta y oculta— un intercesor, un apoyo y una guía en tiempos de dificultad. San José nos recuerda que todos los que están aparentemente ocultos o en “segunda línea” tienen un protagonismo sin igual en la historia de la salvación. A todos ellos va dirigida una palabra de reconocimiento y de gratitud.

   Esas personas, a las que alude el Papa Francisco, son artífices de la entrañable misericordia de Dios. También ellas se encargan de allanar el camino al Señor, aunque algunas ni siquiera lo sepan. Así está “Dios con nosotros”: sacando la bondad que cada uno lleva dentro; y  que tiene su origen en el aliento vital del Creador que nos hizo semejantes a Él.

   El Papa continúa diciendo: (…) Muchas veces pensamos que Dios se basa sólo en la parte buena y vencedora de nosotros, cuando en realidad la mayoría de sus designios se realizan a través y a pesar de nuestra debilidad. 

   El Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo, mientras que el Espíritu la saca a la luz con ternura. La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros (…). Paradójicamente, incluso el Maligno puede decirnos la verdad, pero, si lo hace, es para condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la Verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona. La Verdad siempre se nos presenta como el Padre misericordioso de la parábola (cf. Lc 15,11-32)

   José nos enseña que tener fe en Dios incluye, además, creer que Él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de nuestras fragilidades, de nuestra debilidad. Y nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca. A veces, nosotros quisiéramos tener todo bajo control, pero Él tiene siempre una mirada más amplia (…). Como Dios dijo a nuestro santo: «José, hijo de David, no temas» (Mt 1,20) (…) La realidad, en su misteriosa irreductibilidad y complejidad, es portadora de un sentido de la existencia con sus luces y sombras. Esto hace que el apóstol Pablo afirme: «Sabemos que todo contribuye al bien de quienes aman a Dios» (Rm 8,28). 

   Ha concluido el Adviento, el tiempo de la espera. ¿Estamos abiertos a reconocer esas presencias del Señor que nos incomodan y cuestionan? ¿Sabemos acogerlo en nuestro interior, en nuestro matrimonio, nuestras familias y los que más necesitan de nosotros?

   Tenemos un modelo a seguir en la Familia de Nazaret. Allanemos los caminos del Señor con ternura y misericordia. Celebremos, pues, la Navidad haciendo lo que el Señor espera de cada uno de nosotros.

   Concluyo tomando prestadas nuevamente unas palabras del mismo documento de mi congregación antes citado, porque nos ofrecen algunas pautas de vida que podríamos intensificar durante estas fiestas: La profecía de la vida cotidiana, presente entre nosotros, es la que hace posible la gran profecía de los momentos extraordinarios. Se muestra en la oración, como expresión de amistad con Dios; en la búsqueda incesante de su voluntad; en las relaciones en las que prima la ternura, la alegría vital, la compasión, la fe en el otro, el servicio (EMP 24)

 

          ¡Feliz Navidad!

 

Manuel Segura

Misionero Claretiano