Una mirada que escucha - Padre Caffarel

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Una mirada que escucha - Padre Caffarel

Os invitamos a leer este texto del Padre Caffarel, "Una mirada que escucha", condición primera del arte del acompañamiento. Procede del libro En las encrucijadas del amor que está en proceso de traducción por parte de Mercedes Lozano y que será publicado en breve. 

"Este verano, durante un paseo por el bosque con mi amigo Alain, éste comenzó de repente a hablar en profundidad de su mujer a la que había perdido cinco años atrás. No me lo esperaba porque, desde su muerte, y a pesar de tratarse de un viejo amigo, se parapetaba en una reserva esquiva sobre sus años de matrimonio. Pero al evocar yo con entusiasmo el alcance de su éxito intelectual, su gran notoriedad como crítico literario, me interrumpió bruscamente, exclamando alterado: “Soy lo que ella hizo de mí” (como si una exigencia de justicia le obligase a rechazar mi admiración). Ante mi silencio interrogante, y para que yo no atribuyese estas palabras a una falsa humildad, me hizo un retrato singularmente notable de aquella que fue durante ocho años una esposa y una amiga excepcional. De vuelta a casa me puse a anotar en caliente lo que me había dicho. Al volver a encontrar estas notas, he pensado que no sería mala idea dar a conocer este rostro de mujer. Quién sabe si, al contemplarlo, algunos de mis lectores sentirán el  deseo de iniciarse en el arte de escuchar.

                «Ella poseía un don particularmente raro, el don de escuchar. Mantenía siempre un ardiente interés por todo lo que se le decía. Su actitud, incluso física, cuando estábamos hablando, era característica. Algunas personas parecen como preparadas a saltar para apoderarse de la idea que escuchan y eventualmente darle una respuesta, pero ella no. Sólidamente sentada en su sillón, como si pesase mucho, pero mucho, era toda atención. Su mirada inteligente, comprensiva, interesada, extraordinariamente atenta, no se adelantaba a mis palabras sino que estaba presta a su acogida, ávida de acogerlas.

                »Si esta avidez del pensamiento de la otra persona no es la más elevada expresión de amor, es ciertamente una de las más altas. Muchas mujeres se quejan de que sus maridos hablan poco. ¿Estarían ellos tan callados si ellas supieran escuchar de ese modo? Ella no sólo escuchaba con su inteligencia, sino también con su corazón. Como una tierra rica en espera de la simiente.

                »Yo, no solo le interesaba, la hacía vivir. Me descubría a mí mismo creador. Creador de una inteligencia, de un alma, creador de gozo.  Hubiera podido perfectamente argumentarme, ahondar el pensamiento que yo le ofrecía, devolvérmelo enriquecido. Pero eso no entraba en su temperamento. Cualquier pensamiento se convertía en vida para ella porque todo pensamiento alcanzaba en seguida su ser profundo, sin detenerse al nivel de la inteligencia.

                »Quizá al oírme tenga usted la tentación de creer que me adjudico el mejor papel. Al contrario; es a ella a la que se lo doy. Lo que en mí no eran más que ideas, en ella se convertían en vida. Eso es el arte de comprender. A decir verdad, mis mejores ideas se las debo a ella. Yo las leía en su alma, como grabadas en su interior; quiero decir que las interrogaciones, las aspiraciones, las expectativas que yo descubría en el silencio de su persona hacían surgir en mí las respuestas que ella esperaba. Y yo calibraba el valor de mis respuestas según la calidad de luz y de alegría que yo veía aparecer en su mirada al escucharlas.      

                »Sería más exacto decir que los pensamientos no venían ni de ella ni de mí; venían de la unión, del matrimonio de nuestras dos inteligencias, o más bien del matrimonio de una inteligencia y de un alma. Existe una fecundidad intelectual que es fruto del amor. Este tipo de diálogo exige un cierto estado de gracia. A veces notábamos que no surgía y entonces no insistíamos. Solo un esfuerzo de humildad y de amor nos permitía reencontrarlo. Y debo confesar que la mayor parte de las veces era yo el que tenía que hacer ese esfuerzo.

                »Puede usted pensar que el hecho de ser un maestro tan bien escuchado me ha vuelto particularmente vanidoso. No lo creo. Creo que ella más bien me curó de ese mal. Pues me hizo descubrir que la actividad del espíritu es algo serio y que hay que precaverse de las especulaciones únicamente brillantes y que yo tenía que buscar y acercarme a la verdad con esa atención y esa humildad de las que ella me daba ejemplo. Sobre todo me hizo comprender que no son los pensamientos de los hombres los que importan, sino que esos pensamientos estén impregnados del pensamiento de Dios.

                »Me ocurría a veces cuando estaba ante ella que callaba la idea que se me había ocurrido; lo que yo había tomado por una idea no era más que retórica y elocuencia, esa elocuencia que hay que desestimar porque es un fuego de artificio. Si tengo alguna lealtad intelectual se la debo a ella que tenía horror a las medias verdades y a la falsedad. No me decía: “No estoy de acuerdo” sino “No comprendo”. Y casi siempre eso me obligaba a descubrir que me había adentrado por una falsa pista. Yo le decía: “Tú eres la que me da el tono, como el diapasón”. Efectivamente ella me señalaba sutilmente todas las notas falsas.

                »Si mis artículos de crítica literaria tienen hoy algún valor, es porque al lado de ella aprendí a escuchar y a comprender. La insistencia de mis amigos en reclamar su presencia en nuestras conversaciones probaba de modo evidente que también ellos se sentían maravillosamente estimulados por ella, aunque permanecía en general silenciosa. Y el hecho de que algunas personas la evitaran, bien que muy escasas, se explicaba porque ante su honradez intelectual, los embaucadores, los jactanciosos y los fríamente cerebrales se sentían incómodos en su presencia.

                »Desde que ella ya no está, solo tengo que levantar los ojos para volver a encontrar su atenta y cálida mirada; siempre está ahí, ante mí. Sigue siendo la compañera irremplazable. Entre todas las cosas que me enseñó su amor, la mejor ha sido sin duda la oración. Me hizo comprender que orar consiste en estar disponible, acogedor, presente ante Dios presente. Una mirada y un corazón que escucha. ¡Cuántos hombres de oración no son más que charlatanes!»".